| 
						
						 
						  
						  Venerables Hermanos, amados hijos.
						Dos nombres luminosos marcan el punto de llegada a 
						Asís y el centro ideal de esta ciudad: a la entrada, 
						Santa María de los Ángeles; en el vértice, la Colina del 
						Paraíso, donde resuena el nombre de Francisco.
						¡Oh! ¡Franciscus pauper et humilis, coelum dives 
						ingreditur!
						Baste esta mezcla suave de esplendores celestiales 
						para expresar enseguida la ternura de la que rebosan los 
						corazones.
						Esta mañana la Madre de Jesús y nuestra nos ha 
						recibido benigna en su santuario de Loreto. Allá se 
						conmemora el misterio de la Encarnación, que a la 
						primera campanada del Angelus Domini levanta una oleada 
						de conmoción en todo el mundo.
						Sobre las puertas de Asís está, por tanto, no sólo 
						la representación de los espíritus beatísimos, que están 
						siempre en la presencia de la Trinidad Augusta y le 
						hacen de corona a la Madre de Dios, sino también de 
						todos los demás, a los que la bondad misericordiosa del 
						Señor ha encargado nuestra custodia y la protección de 
						los pasos de cada hombre y de cada página de la historia 
						humana.
						¡Oh, María, regina Angelorum! Aquí tú nos enseñas el 
						camino del Paraíso, que este monte representa 
						admirablemente; y enciendes el entusiasmo de todos para 
						la celebración del Concilio Ecuménico, que quiere ser 
						una verdadera y gran fiesta del cielo y de la tierra; de 
						los ángeles, de los santos y de los hombres; en honor 
						tuyo y de tu castísimo esposo San José, en honor de S. 
						Francisco y de todos los Santos; y para alabanza y 
						triunfo en las almas y en los pueblos del Nombre y del 
						Reino de Jesucristo, redentor y maestro del género 
						humano. 
						Es San Francisco quien ha resumido en una sola palabra 
						el bien vivir, enseñándonos cómo hay que valorar los 
						acontecimientos, cómo ponernos en comunicación con Dios 
						y con nuestros semejantes. Esta palabra da nombre a esta 
						colina que corona el sepulcro glorioso del Pobrecillo: - 
						¡Paraíso, Paraíso!
						Venerables Hermanos, amados hijos. Reclamo y 
						degustación de Paraíso en la tierra es la dignidad y 
						santidad de la vida.
						Esto es lo que cuenta ante todo, esto tiene valor 
						absoluto: conocer a Dios, seguir los mandamientos; 
						acoger los frutos de la redención; y caminar, caminad in 
						justitia et sanctitate coram ipso, omnibus diebus 
						nostris (cf. Lc 1, 75).
						Sobre esta, y no sobre otra, se levanta el edificio 
						de la civilización; desde esta verdadera grandeza de la 
						virtud practicada y de la santidad deseada con ardor, el 
						hombre es capaz de usar rectamente el don de la 
						libertad, hasta realizar la justicia, hasta perseverar y 
						construir la paz.
						Desde esta altura de degustación de Paraíso la vida 
						conserva vibraciones de juventud y adquiere acento de 
						victoria. 
						La posesión de Dios fue primero el sueño, luego la meta 
						de Francisco de Asís. Desde jovencito él lo tenía todo, 
						pero nada le bastaba. Quiso donarse al Señor para poseer 
						a Dios lo más intensamente posible; y para llegar a 
						tanto, él se despojó de todas las cosas terrenales.
						Venerables Hermanos y amados hijos. Todavía hoy, y 
						siempre, el ideal de la santidad en el sacerdocio, en la 
						vida religiosa y misionera, en las múltiples formas de 
						apostolado de los seglares, tiene una fascinación y una 
						atracción en las almas juveniles, que en la vigilia del 
						Concilio Ecuménico, aquí, desde este monte sagrado, Nos 
						os queremos animar y bendecir. 
						Hace nueve años, precisamente el 4 de octubre, Nos 
						cantamos la Misa en este altar papal. En el Evangelio, 
						de las arcanas palabras de Jesús: "Sí, Padre, porque 
						estas cosas las has escondido a los sabios y prudentes 
						de este mundo, y las has revelado a los pequeños y a los 
						sencillos" (Cf. Mt 11, 35), sacamos este comentario:
						"A éstos se les promete el reino de los cielos: y si 
						es sólo a éstos - por tanto no a los vanidosos ni a los 
						violentos -, aquí, con San Francisco, estamos realmente 
						en las puertas del Paraíso. Humana sabiduría, pues, 
						riquezas mundanas, dominio indiscutido, todo aquello de 
						lo que el mundo se alimenta bajo distintos nombres - 
						fortuna, grandeza, política, poder y prepotencia - todo 
						se detiene y se rompe delante de esta doctrina" (Scritti 
						e Discorsi del Card. A. G. Roncalli, 1958, p. 97, v. I). 
						Sí, venerables Hermanos y amados hijos. Paraíso en 
						la tierra es el uso moderado y sabio de las cosas 
						hermosas y buenas que la Providencia ha repartido por el 
						mundo, exclusivas de nadie, útiles para todos.
						Se nos pregunta: ¿por qué Dios ha dado a Asís este 
						encanto de naturaleza, este esplendor de arte, esta 
						fascinación de santidad, que está como pendiente en el 
						aire, y que los peregrinos notan casi sensiblemente?
						La respuesta es fácil. Para que los hombres, por 
						medio de un lenguaje común y universal, aprendan a 
						reconocer al Creador y a reconocerse hermanos unos de 
						otros.
						En la citada circunstancia de nuestra peregrinación 
						a Asís en 1953, Nos coincidimos aquí con numerosas 
						representaciones religiosas y civiles para rendir el 
						homenaje de los venecianos a la tumba del Pobrecillo; y 
						todavía nos conmueve el recuerdo de la lámpara encendida 
						aquel día por el Alcalde de nuestra amada Venecia.
						¡Que alto significado asume aquel rito, ayer y hoy, 
						y por los siglos, y en todas las venerables basílicas de 
						Oriente y Occidente!
						San Bernardo Abad, aplicando al Nombre de Jesús las 
						virtudes naturales del aceite, dice: "Oleum lucet, ungit, 
						pascit. Fovet ignem, nutrit carnem, lenit dolorem. Lux, 
						cibus, medicina" (Cf. "Sermo 15, super Cantica, circa 
						finem). 
						La lámpara de la Tierra es Cristo. Renovamos 
						místicamente el rito aquí, esta tarde, sobre la tumba de 
						Francisco. Él no quiere ser sino una imagen fiel del 
						Divino Crucificado, que dio su Sangre para iluminar el 
						camino del hombre, para alimentarlo, para sanarlo.
						En el nombre y por la virtud de Cristo Nuestro 
						Señor, la paz sea con los pueblos, con las naciones, con 
						las familias; y de la paz baje a todos la participación 
						en la deseada prosperidad espiritual y material, que se 
						convierte en alegría de las almas e impulso hacia una 
						vida más serena y noble.
						Haya paz en la concordia, en la comunicación mutua, 
						de un extremo a otro del mundo, de las riquezas inmensas 
						de distinto orden y naturaleza que Dios ha confiado a la 
						inteligencia, ala voluntad, a la investigación de los 
						hombres, para que el reparto justo marquen la subida de 
						aquellos principios de sociabilidad que vienen de Dios y 
						llevan a Dios.
						Cuarenta y cuatro fueron los años de la vida 
						terrenal de Francisco: la primera parte, casi la mitad, 
						estuvo ocupada en la búsqueda del bien como se concibe 
						normalmente y sin conseguirlo, por un no sé qué de 
						disgusto que volvía inquieto al hijo de messer 
						Bernardone. Pero la otra parte de la vida se entregó a 
						una aventura que pareció locura, y era, en cambio, el 
						comienzo de una misión y de una gloria imperecedera. 
						Esta misión y gloria Nos inspira un voto que dejamos 
						aquí por Asís, por Italia, por todas las Naciones.
						¡Oh ciudad santa de Asís, tú eres renombrada en todo 
						el mundo por el sólo hecho de haber dado el nacimiento 
						al Pobrecillo, a tu Santo, todo seráfico en ardor! Que 
						puedas comprender este privilegio y ofrecer a las gentes 
						el espectáculo de una fidelidad a la tradición 
						cristiana, y que sea también para ti motivo de verdadero 
						e indeclinable honor.
						Y tú, Italia amada, a cuyas orillas vino a parar la 
						barca de Pietro - y por este motivo, en primer lugar, 
						vienen desde todas las costas a ti, que sabes acoger con 
						gran respeto y amor a todas las gentes del universo -, 
						que puedas conservar el sagrado testamento que te 
						compromete delante del cielo y de la tierra.
						¡Oh pueblos todos del antiguo y del nuevo mundo, 
						todos amadísimos de Nuestro corazón de Padre! Sabed leer 
						en el Libro de Dios la misión común de civilización y de 
						paz a la que él os ha predestinado y en la que os quiere 
						ocupados con amplitud de concepciones luminosas y 
						pacíficas, hacia nuevas metas de verdadera grandeza 
						espiritual.
						A cada pueblo, finalmente, queremos aplicar las 
						animosas palabras del Libro del Eclesiástico, en 
						expresión de corazón conmovido, que a todos bendice y a 
						todos abraza:  
						"Prestad oído, hijos, y brotaréis como rosas que creen 
						junto al arroyo; exhalad el perfume como el incienso y 
						daréis flores como lirios. Exhalad perfume y elevad un 
						canto y bendecid al Señor en todas sus obras. Collaudate 
						canticum et benedicite Dominum in operibus suis" (cf. 
						Eclo 38, 17-19).
						Amén. ¡Aleluya!
						Tradujo al español: Fr. 
						Tomás Gálvez
						
						Crónica del viaje de Juan XXIII a Asís
						 
						
					 
						Regresar
						   |