Recordad, hermanos
míos sacerdotes, lo que está escrito de
la ley de Moisés, cuyo transgresor, aun
en cosas materiales, moría sin
misericordia alguna por sentencia del
Señor. ¡Cuánto mayores y peores
suplicios merecerá padecer quien pisotee
al Hijo de Dios y profane la sangre de
la alianza, en la que fue santificado, y
ultraje al Espíritu de la gracia! (Heb
10,28-29). Pues el hombre desprecia,
profana y pisotea al Cordero de Dios
cuando, como dice el Apóstol (1 Cor
11,29), no distingue ni discierne el
santo pan de Cristo de los otros
alimentos y obras, y o bien lo come
siendo indigno, o bien, aunque sea
digno, lo come vana e indignamente,
siendo así que el Señor dice por el
profeta: Maldito el hombre que hace la
obra de Dios fraudulentamente (cf. Jer
48,10). Y a los sacerdotes que no
quieren poner esto en su corazón de
veras los condena diciendo: Maldeciré
vuestras bendiciones (Mal 2,2).
Oídme, hermanos
míos: Si la bienaventurada Virgen es de
tal suerte honrada, como es digno,
porque lo llevó en su santísimo seno; si
el Bautista bienaventurado se estremeció
y no se atreve a tocar la cabeza santa
de Dios; si el sepulcro, en el que yació
por algún tiempo, es venerado, ¡cuán
santo, justo y digno debe ser quien toca
con sus manos, toma en su corazón y en
su boca y da a los demás para que lo
tomen, al que ya no ha de morir, sino
que ha de vivir eternamente y ha sido
glorificado, a quien los ángeles desean
contemplar!
Ved vuestra
dignidad, hermanos sacerdotes, y sed
santos, porque él es santo. Y así como
el Señor Dios os ha honrado a vosotros
sobre todos por causa de este
ministerio, así también vosotros, sobre
todos, amadlo, reverenciadlo y honradlo.
Gran miseria y miserable debilidad, que
cuando lo tenéis tan presente a él en
persona, vosotros os preocupéis de
cualquier otra cosa en todo el mundo.
¡Tiemble el hombre entero, que se
estremezca el mundo entero, y que el
cielo exulte, cuando sobre el altar, en
las manos del sacerdote, está Cristo, el
Hijo del Dios vivo! ¡Oh admirable
celsitud y asombrosa condescendencia!
¡Oh humildad sublime! ¡Oh sublimidad
humilde, pues el Señor del universo,
Dios e Hijo de Dios, de tal manera se
humilla, que por nuestra salvación se
esconde bajo una pequeña forma de pan!
Ved, hermanos, la humildad de Dios y
derramad ante él vuestros corazones;
humillaos también vosotros para que
seáis ensalzados por él. Por
consiguiente, nada de vosotros retengáis
para vosotros, a fin de que os reciba
todo enteros el que se os ofrece todo
entero.
Amonesto por eso y
exhorto en el Señor que, en los lugares
en que moran los hermanos, se celebre
solamente una misa por día, según la
forma de la santa Iglesia. Y si en un
lugar hubiera muchos sacerdotes, que el
uno se contente, por amor de la caridad,
con oír la celebración del otro
sacerdote; porque el Señor Jesucristo
colma a los presentes y a los ausentes
que son dignos de él. El cual, aunque se
vea que está en muchos lugares,
permanece, sin embargo, indivisible y no
conoce detrimento alguno, sino que,
siendo uno en todas partes, obra como le
place con el Señor Dios Padre y el
Espíritu Santo Paráclito por los siglos
de los siglos. Amén. |