El silencio

en clave franciscana

   
   

 

P. Zdzisław J. Kijas, OFMConv
Presidente de la Facultad San Buenaventura (Roma)

 

(Christus medium) OMNIUM TENENS

San Buenaventura, Collationes in Hexaëmeron I,10

Las palabras son valiosas, pero más valioso es el silencio

 

«Dichoso el siervo que […] no es pronto para hablar, sino que prepara sabiamente lo que ha de decir y responder» (San Francisco).

            El silencio es siempre compañero de la palabra. Podemos decir que la palabra nace en el silencio. Una palabra oportuna, madura, responsable, que construye y da vida. En el campo del lenguaje, hay siempre espacio para el silencio y el callar. Cuando la persona no dedica un tiempo a callar, a no hablar, pierde la ocasión para que madure en su interior lo que habrá de decir y se daña a sí misma. Para tener autoridad moral, hay que aprender a callar.

La palabra, el lenguaje, es algo personal. Es también una música, que puede ser armonía que une los corazones, o bien puede crear caos, una cacofonía. Entonces se entiende el valor del silencio, precisamente cuando la palabra muestra sus límites.

            El uso de las palabras requiere el sentido común por parte nuestra. Una persona que habla mucho puede ser incapaz de expresar una idea, aunque use mil palabras. Al contrario, quien sabe callar y es dueño del silencio sabe expresarse de un modo adecuado incluso con una sola palabra. Por otra parte, a veces una palabra es menos expresiva que un momento de silencio.

            A menudo, en la vida cotidiana hay situaciones que no conseguimos afrontar. En esos casos el silencio puede ser una gran ayuda, un silencio que se convierte en escucha de la realidad y del sentido que se encuentra más allá de las palabras, los acontecimientos y las personas. Dicho sentido, en definitiva, reside en Dios y en su amor infinito y eterno.

            Nuestra fe consiste esencialmente en agradar a Dios, darle gloria, y así agradar al hombre, es decir, hacerle el bien. Podemos decir, como Jesús, que el núcleo esencial de nuestra religión es el amor al prójimo, hacerle el bien en la verdad: “Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15,12). No es posible vivir esta religión del amor mutuo si no sabemos dominar la palabra, es decir, si no sabemos callar y fiarnos de Dios y del prójimo, que puede abrirse también a su luz aunque no intervengamos nosotros. Muchas veces el silencio tiene un gran poder. Se dice que “el silencio es el escudo de los ignorantes y la protección de los sabios”.

            Hoy no se cultiva el silencio. Es una verdadera lástima que a menudo y por doquier haya ruido y muchas, demasiadas palabras. También entre nosotros, los creyentes en Cristo, abundan las reuniones rebosantes de palabras. Se trata de un problema que afecta al alma, el espíritu, la vida. Hay una saturación, debida al exceso de actividad del cuerpo y de la mente. Necesitamos recogimiento, espacios de pausa, de silencio, de quietud, para regenerar mente, cuerpo y corazón. Es entonces cuando se manifiesta la verdad y se descubre a la persona: al Señor, a nosotros mismos, a los hermanos y hermanas.

            Una Facultad Teológica se dedica, sobre todo, a profundizar en la Verdad y a comunicarla. Se usan muchas palabras: escritas, leídas, dichas. Pero precisamente en un centro de estudios como el nuestro, el silencio tiene una gran importancia. No es suficiente leer, estudiar, dar clase y debatir sobre las verdades de las que nos ocupamos. Es muy importante profundizar, y esto requiere tiempo y espacios de silencio.

            Hoy corremos el peligro de descuidar la reflexión profunda. En cambio, ésta es fundamental para que el pensamiento no sea superficial y las decisiones no sean casuales, es decir, vanas. Hay que aprender, pues, a hacer silencio, a tomarse el tiempo necesario para dejar que la verdad conocida repose en nuestra mente y, al calor de la caridad, se gesten afirmaciones verdaderas y profundas, surjan intuiciones penetrantes acerca del significado de los signos de nuestro tiempo. Para que el servicio de la búsqueda de la verdad, al que todos estamos llamados de algún modo, pueda resultar útil al hombre y la mujer de hoy, es necesario hacer silencio y dejar que broten de él nuestras declaraciones, la comprensión de las verdaderas necesidades de la humanidad contemporánea y las decisiones que estamos llamados a tomar. En esto, San Francisco era un maestro, un hombre capaz de pasar largos periodos de silencio, durante las diversas “cuaresmas” que hacía cada año. Se retiraba al silencio como a un lugar de encuentro con la única Palabra verdadera, el paradigma que ilumina y da sentido a la realidad y a partir del cual recibe significado toda palabra humana. En definitiva, el silencio, sobre todo el silencio de quien ama a Dios, es precisamente eso: un lugar de encuentro, un ámbito en el que sumergirse en la verdad y la luz, para salir de ahí más auténticos, más libres, más sencillos y capaces de comunicar de verdad.

            Que nuestros santos nos ayuden a vivir en plenitud esta dimensión humana y sobrenatural fundamental: la palabra y el silencio.

 noviembre 2008


 

 

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