Devoción eucarística de san Francisco

San Francisco y la Eucaristía

   
   

 

En este año 2005 dedicado a la Eucaristía, incluimos una reflexión acerca de la profunda devoción de santa Clara de Asís al misterio eucarístico, muy semejante a la de san Francisco.

Fuente: Rinaldo Falsini, Eucaristía.
Dizionario Francescano, Edizioni Messaggero, Padova, 1983,534-538.
Traducción de Fr. Tomás Gálvez

En este año 2005 dedicado a la Eucaristía, nada mejor que esta reflexión acerca de la profunda devoción de Francisco de Asís al misterio eucarístico en su conjunto y en cada uno de sus aspectos concretos.

San Francisco ha sido el primero en traducir a la práctica cotidiana lo que proponía de palabra y por escrito. Es más, se puede decir que su enseñanza no era fruto de elaboraciones teóricas, sino que brotaba de una profunda convicción interior y de una experiencia diaria. Hay, en efecto, plena correspondencia entre los aspectos doctrinales y los comportamientos concretos, narrados por sus discípulos. En esto se basa una peculiaridad del espíritu de san Francisco transmitido a sus hijos, como aparece en la tradición franciscana: acompañar a la palabra el testimonio de vida, enseñar también con el ejemplo.

Tomás de Celano nos ofrece un sugestivo retrato de la devoción de san Francisco en todos sus aspectos: “Ardía en fervor, que le penetraba hasta la médula, para con el sacramento del cuerpo del Señor, admirando locamente su cara condescendencia y su condescendiente caridad (147). Juzgaba notable desprecio no oír cada día, a lo menos, una misa, pudiendo oírla. Comulgaba con frecuencia y con devoción tal, como para infundirla también en los demás. Como tenía en gran reverencia lo que es digno de toda reverencia, ofrecía el sacrificio de todos los miembros, y al recibir al Cordero inmolado inmolaba también el alma en el fuego que le ardía de continuo en el altar del corazón. Por esto amaba a Francia, por ser devota del cuerpo del Señor; y deseaba morir allí, por la reverencia en que tenían el sagrado misterio. Quiso a veces enviar por el mundo hermanos que llevasen copones preciosos, con el fin de que allí donde vieran que estaba colocado con indecencia lo que es el precio de la redención, lo reservaran en el lugar más escogido. Quería que se tuvieran en mucha veneración las manos del sacerdote, a las cuales se ha concedido el poder tan divino de realizarlo. Decía con frecuencia: «Si me sucediere encontrarme al mismo tiempo con algún santo que viene del cielo y con un sacerdote pobrecillo, me adelantaría a presentar mis respetos al presbítero y correría a besarle las manos, y diría: "¡Oye, San Lorenzo, espera!, porque las manos de éste tocan al Verbo de vida y poseen algo que está por encima de lo humano" (2Cel 201).

Se observen los distintos elementos que se citan: admirado estupor frente al misterio eucarístico, expresión de benevolencia divina; participación diaria en la misa; comunión frecuente, ofrecimiento de sí mismo y ensimismamiento con el sacrificio de Cristo, hasta convertirse en altar viviente; amor y simpatía por Francia, es decir, aquella región de Valonia correspondiente a la provincia de Bélgica, donde, según los especialistas, se estaba desarrollando un intenso movimiento eucarístico que llevará a la institución de la fiesta del Corpus Christi; envío de los frailes para abastecer a las iglesias de vasos preciosos donde guardar decorosamente el sacramento; respeto a los sacerdotes por causa de su ministerio eucarístico. La eucaristía, durante y después de la celebración, en su realidad salvadora como en las personas, en los objetos y lugares que la rodean, es objeto de una única mirada de fe viva, de amor intenso, de veneración sincera. Nada le falta al cuatro trazado con tanta finura.

Todos los demás testimonios que tenemos forman un coro unánime y confirman o subrayan los trazos delineados. Eco fiel de las de Celano son las palabras de san Buenaventura: “Su amor al sacramento del cuerpo del Señor era un fuego que abrasaba todo su ser, sumergiéndose en sumo estupor al contemplar tal condescendencia amorosa y un amor tan condescendiente. Comulgaba frecuentemente y con tal devoción, que contagiaba su fervor a los demás, y al degustar la suavidad del Cordero inmaculado, era muchas veces, como ebrio de espíritu, arrebatado en éxtasis” (LM 9, 2).

De sus exhortaciones a la escucha “fervorosa” de la misa, de la adoración “devota”, del cuerpo del Señor, del honor “especial” hacia los sacerdotes hablan los 3 Compañeros (14), y en Anónimo de Perusa (8); su atención a la custodia eucarística y el respeto a los sacerdotes los recuerda la Leyenda de Perusa (80); de su deseo e interés en participar en la eucaristía hacen mención también la Leyenda de perusa (17) y el Espejo de Perfección (87); de su amor por la limpieza de las iglesias y los altares, así como de “todos los objetos que sirven para la celebración de los divinos misterios”, también la Leyenda de Perusa (18), etc.

Otro aspecto que merece la atención es su amor especial por la escucha de la palabra evangélica, tanto durante como después de la misa, o sea la valorización de la palabra de Dios y su resonancia en la vida. En la nota añadida por fray León al Breviario de san Francisco se lee: “También hizo escribir este Evangeliario y cuando, por la enfermedad u otro impedimento manifiesto, no podía oír la misa, se hacía leer el texto evangélico correspondiente a la misa del día. Y así continuó hasta su muerte. Él lo explicaba así: Cuando no oigo la misa, adoro el cuerpo de Cristo en la oración con los ojos de la mente, del mismo moco como cuando lo contemplo durante la celebración eucarística. Oído o leído el testo evangélico, el bienaventurado Francisco, por su profunda reverencia al Señor, besaba siempre el libro del Evangelio”.

Idéntico testimonio se encuentra en la Leyenda de Perusa (50): “El bienaventurado Francisco, en efecto, cuando no podía acudir a la misa, quería oír el evangelio del día antes de la comida” (cf. también Espejo de Perfección, 117). Este hecho demuestra no sólo la coherencia con que enseñaba acerca de la veneración de las palabras y el cuerpo del Señor - la relación, diríamos hoy, entre palabra y rito, entre liturgia de la palabra y liturgia eucarística, entre la mesa de la palabra y la mesa del cuerpo de Cristo -, sino que la razón por él esgrimida explica también suficientemente el lugar que la misa ocupa en su jornada: mientras escucha la palabra del Evangelio, él adora interiormente el cuerpo de Cristo, se adhiere espiritualmente al ritmo de la celebración eucarística de cada día, superando todo impedimento material y yendo más allá del hecho ritual.

La palabra del Evangelio escuchada en la misa provocaba en la conciencia de Francisco una respuesta inmediata y total como lo confirma el episodio relativo a su vocación: “cuando en cierta ocasión asistía devotamente a una misa que se celebraba en memoria de los apóstoles, se leyó aquel evangelio en que Cristo, al enviar a sus discípulos a predicar, les traza la forma evangélica de vida que habían de observar, esto es, que no posean oro o plata, ni tengan dinero en los cintos, que no lleven alforja para el camino, ni usen dos túnicas ni calzado, ni se provean tampoco de bastón. Tan pronto como oyó estas palabras y comprendió su alcance, el enamorado de la pobreza evangélica se esforzó por grabarlas en su memoria, y lleno de indecible alegría exclamó: «Esto es lo que quiero, esto lo que de todo corazón ansío” (Leyenda mayor 3, 1).

Los 3 Compañeros (25) detallan que el santo comprendió “esto más claro por la explicación del sacerdote”. El episodio, que recuerda a otro parecido de san Antonio abad, es muy significativo, precisamente porque nos da a conocer el “lugar de nacimiento” de la vocación de Francisco, la celebración eucarística, y arroja plena luz sobre los sentimientos interiores de intensa participación del santo en el misterio de la palabra y el cuerpo de Cristo.

Por último, no podemos ignorar lo que escribe en el Testamento, a propósito de su visita a las iglesias y de la oración que solía recitar: "Y el Señor me dio una fe tal en las iglesias, que oraba y decía así, sencillamente: "Y el Señor me dio una fe tal en las iglesias, que oraba y decía así sencillamente: Te adoramos, Señor Jesucristo, (aquí y) también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo".

Si bien esta oración no hace referencia explícita a la Eucaristía, su contenido y, sobre todo, su situación local (en la iglesia), además de la interpretación y el uso sucesivo de la misma en la orden, no permiten dudar del carácter eucarístico de la oración. Cada vez que es visitada o vista a lo lejos, es una invitación a la oración de adoración y bendición a Cristo, cuyo cuerpo está presente y se conserva en el sacramento. La fe del santo supera los límites de cualquier iglesia, y alcanza con libertad a Cristo en los signos externos de su presencia, uniendo en la oración la adoración y la alabanza, la eucaristía y la cruz.

La base litúrgica de la oración -una antífona del oficio de la fiesta de la Santa Cruz- nada quita al sello origina que le imprime la devoción de Francisco. Cuánto amaba Francisco esta oración y deseaba que la recitaran los frailes, lo refieren la Primera vida de Celano (45), la Leyenda mayor (4,3), y los 3 Compañeros (37). Este último texto, hablando de los hermanos fieles a las admoniciones el santo, anota que "Cuando se encontraban alguna iglesia o cruz, se inclinaban para orar y decían devotamente: Te adoramos etc."

Por tanto, la oración no está sujeta a las visitas a una iglesia ni mucho menos a la naciente forma devocional de la visita al Santísimo. Este extremo no debe sorprendernos, pues demuestra, más bien, que san Francisco no sigue las nuevas formas de devoción, sino que permanece anclado en la fe adoradora, en la actitud de oración, en su sobriedad y sustancia, más que en sus formas externas. Sale a flote una vez más su equilibrio e interioridad, el deseo de encontrarse con su Señor allá donde haya un signo que recuerde la cruz o la eucaristía.

 

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