El pobre de Asís

Nikos Kazantzakis

   
   

 

El autor de "El pobre de Asís" y "La última tentación de Cristo" nació en Creta el 18 de febrero de 1883, se licenció en Derecho en Atenas, fue monje ortodoxo en el monte Athos, ministro de su país, defensor y seguidor de Nietzche, Buda, Lenin, Cristo... revolucionario, director de un departamento de la UNESCO, etc. Grecia hizo lo imposible por evitar que le concedieran el Premio Nóbel de Literatura. Odiado y admirado con igual intensidad por conservadores y revolucionarios, fue un inconformista en busca de la verdad. En el terreno literario, ha sido el mejor novelista griego de los últimos siglos y una de las mejores aportaciones de este país a la cultura contemporánea.
"El pobre de Asís" es un libro lleno de pasión, con todo el lirismo de un poeta conmovido por la belleza del mundo, pero también contiene los temas profundos del pensamiento de Kazantzakis, su fe y su rebelión, su angustia y su serenidad, su soledad y su afán en entrar en comunión con todos los hombres. Fue su última creación antes de morir. Aquí tienes un pequeño fragmento de la novela.
Nikos Kazantzakis, El pobre de Asís, Traducción: Enrique Pezzoni
Ed. Debate (Col. Literatura), Madrid 1989, 378 páginas.

 

No quiero recordar esa época. Mi espíritu estaba aún lleno de un fragor que me aturde.

Cuando llegamos a la llanura donde los cruzados habían alzado sus tiendas, el pobre Francisco tuvo que taparse los oídos para no oír las canciones obscenas y las palabrotas que salían de todos lados. ¿Eran esos los soldados de Cristo, esos hombres que hablaban de pillajes, asesinatos y violaciones, que nunca pronunciaban Su nombre? No sé ya cuantas semanas vivimos junto a ellos. Francisco se trepaba a una piedra y predicaba; hablaba del Santo Sepulcro, de la misericordia de Dios, y los cruzados pasaban sin volver siquiera la cabeza, mientras que otros se detenían para reírse de él o para arrojarle un puñado de arena.

La batalla se reanudó. Los cristianos consiguieron escalar las murallas y apoderarse de la ciudad. Todo fue entonces pillaje y asesinatos. Francisco lloraba, corría aquí y allá, conjurando a los soldados de Cristo para que tuvieran piedad de sus víctimas, pero ellos lo empujaban para hundir las puertas de las casas.

¿Como olvidar los lamentos de las mujeres y los gritos de los hombres a quienes degollaban? La sangre corría a mares; a cada instante tropezábamos con cabezas cortadas.

Hacía un calor sofocante, el humo que subía de las casas incendiadas y de las hogueras velaba el rostro del sol. El estandarte de Cristo flotaba sobre el techado del palacio. El sultán había logrado huir en un caballo rápido, abandonando a sus mujeres y todos sus bienes. Francisco se arrodilló en el umbral del palacio y suplicó a Dios que volviera el rostro para no ver qué hacían sus soldados en la tierra. «Dios mío», gritaba, «la guerra transforma al hombre en fiera sanguinaria. Pierde el rostro que Tú le diste, se convierte en lobo, en puerco infecto... ¡Ten piedad de él, Señor, y devuélvele su verdadero rostro, el Tuyo»

Se había reunido a los ancianos y a los enfermos en una mezquita. Francisco iba a consolarlos y hacerles compañía. La enfermedad había vuelto ciegos a la mayoría de ellos. De sus ojos manaban sangre y pus. Francisco se inclinaba y ponía sus manos sobre sus párpados, suplicando a Dios que los curara: «Son seres humanos», murmuraba, «son Tus hijos, ten piedad de ellos». Después soplaba sobre sus llagas, pronunciando palabras de amor y de consuelo. Un día contrajo la enfermedad. Sus ojos se enrojecieron, su vista se hizo confusa y como no podia caminar solo, yo lo guiaba llevándolo de la mano.

-¡Te lo había previsto, te dije que no te acercaras demasiado! -me permití observarle un día.

-Eres infinitamente sensato, hermano León -me respondió-. Todo lo que dices es más sensato de lo necesario. ¿Nunca te decidirás a «saltar»? ¿Siempre caminarás?

-¿A saltar qué?

-A saltar sobre tu propia cabeza, en el vado...

-No, no he podido «saltar» hasta ahora y nunca podré hacerlo. El único «salto» que pude dar consistió en seguir a Francisco. No soy capaz de más... No dejo de alegrarme de haber dado ese salto y, sin embargo, a cada instante, lo lamento. ¡Ay, no tengo la pasta de un santo!...

-El mundo es demasiado grande, hermano León -me dijo otro día-. Detrás de los sarracenos están los negros; detrás de los negros, las razas salvajes que comen carne humana; más allá todavía, un mar sin fin sobre el cual se puede caminar, porque está hecho de hielo. ¿Como lograremos llevar a todos la nueva de que Cristo bajó a la tierra?

-No te atormentes, ya vendrá el momento...

-Sin duda -dijo Francisco-. Pero nosotros ya no estaremos aquí.

-Estarás en lo alto, en el Cielo, hermano Francisco, y mirarás... Trabajarás cabalgando en el Tiempo.
Francisco suspiró:

-Había una vez -dijo- un ermitaño que murió, subió al cielo y se acurrucó en los brazos de Dios. Había encontrado la beatitud perfecta. Pero un día, inclinándose sobre la tierra, divisó una hoja verde. «Señor, Señor, déjame bajar, permíteme sentir otra vez el placer de tocarla.» ¿Has comprendido, hermano León?
No respondí. Tenía miedo. ¡Ah, qué grande es, en verdad, la atracción de la hoja verde!

(págs. 207-209).

 

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