San José de Copertino, ofmconv.

El santo que levitaba

   
   

 

Fiesta: 18 de septiembre.

Beatificación: Benedicto XIV, 24 de febrero de 1753

Canonización: Clemente XIII, 16 Julio de 1767

Lugar de nacimiento: Copertino, provincia de Lecce (Italia)

Orden: Franciscanos Menores Conventuales.

Patrón: estudiantes, pilotos, astronautas, aviadores, viajeros de avión.

 

Dolorosos comienzos

La ingenua bondad de Félix Desa, casero del castillo de Copertino, lo llevó a la ruina por avalar a amigos necesitados, y lo obligó a huir de la justicia. El 17 de junio de 1603, en una de las frecuentes visitas de los acreedores, su esposa, Franceschina Panaca, corrió a refugiarse en el establo, enfrente de su casa, y allí nació, providencialmente, su hijo José María.

El carácter enojón y atrevido con que crecía el pequeño no pudo desarrollarse por el gran rigor de una madre previsora. No había empezado con los primeros conocimientos de la gramática, cuando una grave enfermedad cancerosa lo postró en cama durante más de seis años. Era ya un adolescente cuando se levantó curado milagrosamente por la Virgen de las Gracias, en el cercano santuario de Galatone.

 

Zapatero con aspiraciones a la vida franciscana

No había podido estudiar, y estaba ya en edad de trabajar. Eligió el oficio de zapatero, pero aquel extraño "no sé qué" que se agitaba en su interior lo abstraía y le hacía olvidarse de la faena. Por algo desde pequeño lo llamaban  "boca abierta". Siempre quiso, y ahora más que nunca, hacerse religioso. Le atraía el convento de la Grotella y su Virgen, a la que llamaba "su mamá", pero temía que los franciscanos conventuales no lo recibieran, por su poca ciencia y por no tener recursos. En la Orden tenía un tío paterno de gran autoridad, y otros parientes por parte de su madre, personas doctas y predicadores que, por lo general, no lo trataron bien.

Probó con los observantes reformados, pero fue rechazado. En agosto de 1620, con 17 años, lo recibieron los capuchinos de Martina Franca , pero lo despidieron a los ocho meses, por incapaz, y por una larga enfermedad en la rodilla. "Me parecía que con hábito me arrancaban la piel", contaría después. Por vergüenza no regresó a Copertino. Se fue a Avetrana, donde su tío predicaba la Cuaresma. Éste le comunicó que su padre había muerto, y que ahora la justicia lo buscaba a él, por ser el heredero. Lo llevó en secreto al convento de Copertino, donde su otro tío lo trató de ignorante e inconstante, negándole el acceso a la vida religiosa. Pero el hermano sacristán de la Grotella lo tuvo escondido tres meses y, armándose de valor, un día se atrevió a referir las virtudes ocultas de su sobrino. Al menos consiguió que lo admitieran como franciscano seglar al servicio del convento, o sea, como oblato.

 

Estudiante de teología y sacerdote

Tras la dura jornada de trabajo, José pasaba noches enteras intentando, con grandes dificultades, aprender siquiera a leer y a escribir. Su tío Franchesquino empezó a valorar las aptitudes del sobrino. Fue admitido al noviciado y profesó la regla franciscana el 3 de enero de 1627. Ese mismo año recibía del obispo de Nardó las órdenes menores, y el diaconado. En dos ocasiones aprobó los exámenes de modo prividencial, por intercesión de su "Mamá". En la primera, le pidieron que cantara y explicara el único texto del Evangeliario que había aprendido de memoria. La segunda vez estaba en la cola, esperando ser examinado por el obispo. Pero, antes de llegarle el turno, el obispo, satisfecho por el buen nivel de los primeros, decidió aprobar a todos. El 28 de marzo de 1628 fue consagrado sacerdote.

El apostolado de este fraile simple dejaba admirados a sus paisanos, que lo buscaban y admiraban. Pero fue un éxtasis, en que lo vieron levantarse por encima del púlpito, lo que lo consagró ante el pueblo como un fraile excelente. La gente se le abalanzaba, le quitaban los objetos personales, le cortaban trozos de su hábito. El ministro provincial creyó que sería bueno aprovecharlo para despertar la santidad de sus religiosos, y lo envió a visitar numerosos conventos de la región de Puglia. La peregrinación, que comenzó con las aclamaciones de la multitud, no podía terminar sino en calvario. Él quería plantar un via-crucis entre Copertino y la Grotella, pero una voz interior le decía: "Deja las cruces muertas por las cruces vivas".

 

Ante la Inquisición

Cuando regresó a su convento le esperaba la orden de presentarse al Tribunal de la Inquisición de Nápoles. El vicario episcopal había denunciado que "un hombre de 33 años hace de Mesías y arrastra a las masas". En octubre de 1638 salió de la Grotella, y no volvió más. Acogido fríamente por sus hermanos de San Lorenzo de Nápoles, aterrorizado por la fama de severidad del Tribunal, se sintió consolado por san Antonio de Padua, que lo acompañó hasta la puerta del palacio. Después de tres interrogatorios, en los que no dejó de elevarse en éxtasis, fue totalmente absuelto. Pero debía presentarse en Roma ante el Ministro general, para que le buscase un convento recogido, donde brillara la observancia de la vida religiosa.

Durante el tiempo que permaneció en Nápoles fue interminable la procesión de damas y caballeros nobles que iban a visitarlo. El ministro general no recibió con mucha cordialidad a quien venía enviado por el Santo Oficio, pero cambió pronto de parecer, cuando vio que incluso el cardenal Lante, protector de la Orden, y la alta aristocracia romana lo visitaban continuamente, llenos de curiosidad y estupor.

 

Recluido en Asís

El Ministro lo destinó a Asís, a donde llegó a últimos de abril. Su alegría era doble: por poder visitar la tumba de san Francisco, y por la cálida acogida del Custodio del Sacro Convento, que no era otro que su anterior ministro provincial. Mas éste, quizás por el respeto que le producía el Santo Oficio, pasó del entusiasmo a la frialdad y el temor. El ánimo de José se fue deslizando hacia el desconsuelo y la nostalgia de su tierra y de su "Mamá", la Virgen de la Grotella. Rezaba y se flagelaba, pero el Señor lo probó duramente, con dos años de aridez espiritual, sin los acostumbrados éxtasis y locuciones interiores.

Pasada la crisis, el Señor trató de consolarlo nuevamente: "Qué quieres? ¿Qué buscas? -le decía-, ¿No estoy yo aquí igual que allí?". Las cosas empezaron a cambiar enseguida: el General Berardicelli lo llamó a Roma para la cuaresma, por contentar a la nobleza y para darle a él alguna satisfacción. Una delegación de gente de Copertino fue a Roma a reclamarlo, y le llevaron una copia de la Virgen de la Grotella. Nada más verla, José exclamó: "La Virgen ha venido a mi. Eso es señal de que no volveré más al pueblo". Y se elevó por los aires.

Antes de regresar a Asís lo presentaron al papa Urbano VIII. Fue tal la conmoción del santo ante el Vicario de Cristo, que levantó el vuelo gritando, y elevándose por encima de la corte papal. En Asís lo recibieron triunfalmente. La alegría, y el temor de perderlo, llevó a los Priores de la ciudad a convocar una Asamblea plenaria en la que le concedieron la ciudadanía honoraria. "Por tu amor a la ciudad del Patriarca Francisco - decía el diploma-, por tus oraciones, por tu obra de pacificación, te has ganado el corazón de los ciudadanos". El santo acogió la noticia con lagrimas de emoción, y cayó en un éxtasis de gozo que le transfiguró el rostro. Desde ahora llamará "paisano suyo" a san Francisco.

La paz y la serenidad ya no lo abandonarán. Los éxtasis, los vuelos, las profecías, se multiplicarán sin medida. Un perfume divino manaba continuamente de su cuerpo, y Asís, durante 13 años, se convirtió en meta de peregrinos. Las órdenes no eran muy severas. Cardenales, obispos, príncipes y princesas, caballeros y damas, religiosas y sacerdotes, lograban fácilmente acercarse a él. Y el pobre José, el inútil, aconsejaba, predecía, explicaba con admirable sencillez. La Venerable Infanta María de Saboya lo visitaba con devoción. El príncipe luterano de Brunswich se convirtió asistiendo a su Misa. El príncipe Casimiro Waza,aconsejado por él,  dejo el noviciado de los Jesuitas por el trono del reino de Polonia.

 

Aislamiento total

Una orden del papa Inocencio X truncó todo esto. El Inquisidor de Perusa se lo llevó a Pietrarubbia, un convento capuchino perdido entre los montes de Carpegna, en la provincia de Pésaro. Le cambiaron el hábito gris conventual por el sayo marrón, y le asignaron una pequeña celda, con órdenes estrictas: no escribir a nadie, no hablar con nadie, no revelar su presencia, limitar sus relaciones personales a los frailes de la comunidad. Con todo, la noticia se divulgó y, de madrugada, cuando el santo bajaba a celebrar la Misa, la gente tomaba al asalto la iglesia, abriendo agujeros en sus puertas de madera, levantando los techos, derribando el muro, con tal de verlo. Aquella situación no podía durar. José obedeció sin resistencia. "¿Estará Jesús crucificado donde me lleváis?" "Sí, Padre", le respondieron. "Pues vayamos alegremente. El Crucificado me ayudará".

El nuevo destino era Fossombrone, en la misma provincia, otro convento de capuchinos apartado de la ciudad, sobre un monte de difícil acceso. Cuatro años permaneció aquí. El 7 de enero de 1655 decía al sacristán que preparase misa de difuntos, pues "en este momento ha fallecido el papa". Así fue, efectivamente. A Inocencio X le sucedió Alejandro VII, que había sido obispo de Nardó.

 

Su última morada: Ósimo

Las súplicas de los franciscanos conventuales y la mediación del cardenal Bichi, obispo de Ósimo y sobrino del nuevo papa, lograron que éste, mediante un decreto del Santo Oficio del 12 de julio de 1656, devolviera al santo a su familia religiosa. Fue trasladado a Ósimo en secreto absoluto. Para no entrar de día en la ciudad, se desviaron hacia la hostería del Padiglione, hasta la hacienda "Bendición", propiedad de los frailes de Ósimo. José se vio sorprendido por una larga luz de ángeles que subía y bajaba del cielo. Sus acompañantes le dijeron que aquella cúpula que veía a lo lejos era la "Santa Casa" de la Virgen de Loreto. Al oír aquello,  José soltó un grito de gozo y voló desde la entrada de la casa del campesino hasta un árbol cercano. En la tarde del 9 de julio de 1657 lo introdujeron, a escondidas, en la ciudad y en el convento.

En las celdas preparadas para él vivió seis años y tres meses, en alegre conversación con sus hermanos de religión. Recibió a muy pocas personas, autorizadas con permisos y firmas. Sólo una vez visitó el convento y la iglesia, de noche. Pocas veces bajó al huertecillo que había junto a su oratorio, por miedo a ser visto desde las casas circundantes. Al pasillo y a las celdas de los frailes sólo entró para visitar a los hermanos enfermos. Su alma, sin embargo, reventaba de gozo. Aseguraba que en ningún lugar se había sentido mejor que en Ósimo. Los éxtasis, los vuelos, los raptos, se repetían con sólo que se nombrarse a Jesús o a María. La Misa no duraba menos de dos horas, arrebatado como estaba por el misterio de amor de su Dios. Pero ya el "burrillo" empezaba a subir el último monte. Cantaba: "Jesús, Jesús, Jesús, / vamos, llévame arriba; / arriba, al paraíso / que allí gozaré de la hermosa visión; / allí te podré amar más / y con los Ángeles alabar".

El 15 de agosto de 1663 celebró su última Misa. Hacía tiempo que soportaba la enfermedad sin molestar a nadie. Pero ya lo vencía la fiebre, encerrándolo en la última celda. El 12 de septiembre, cuando le llevaron al Señor como viático, voló desde el lecho hasta la puerta de la habitación, para recibirlo. Y anunció: "El día que no reciba al 'Corderillo', moriré".

Informaron al cardenal Bichi de su enfermedad. Cuando le llegó la respuesta con la bendición papal, José no cabía dentro de sí, por la alegría. "Estas son gracias demasiado singulares -decía- que Dios me hace, que mueve a un Pontífice a mandar su bendición a un pobre frailuco como yo. ¡Oh, qué bueno, qué misericordioso es nuestro Dios". Quiso levantarse completamente y recitar las Letanías de la Virgen, recibió el regalo del papa con la cuerda al cuello. La agonía la tuvo la tarde del 18 de septiembre de 1663. Se preparó como un muerto, con las manos en el pecho y los ojos levantados. A medida que respondía a la oración de los moribundos, un gozo interior iluminaba su rostro demacrado. Parecía reír, por exceso de placer. Entrada la ya noche, aún sonrió dos veces, y expiró.

La gente a la que él había favorecido con  sus oraciones asaltaba ahora el convento para ver al santo. Hubo que colocarlo en la sacristía, tras una barricada de tablones y mesas, para que la multitud que llenaba la iglesia pudiese desalojar el claustro adyacente. Y fue necesario atemorizarla con una excomunión, para salvar algo de la túnica y del cuerpo, de tan furiosa veneración. La peregrinación duró hasta muy entrada la noche. Lo sepultaron delante del altar de la Inmaculada, que en la antigua iglesia de San Francisco se encontraba a la izquierda del altar mayor, junto al campanario. Fue beatificado por Benedicto XIV, el 24 de febrero de 1753, y canonizado por Clemente XIII el 16 de julio de 1767. (fratefrancesco.org)

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